Desencuentro de domingo


Algo tan simple como poner la copa de vino detrás de los libros de arte (esos grandes y carísimos, de los que ni siquiera tienes tantos): sabes que se va a romper, que a la larga el peso de los libros será suficiente para el desplome, y allí vas, a poner la copa ahí. ¿Quién te entiende? Ni siquiera cuando intentas en serio darte a entender lográs sacar todo de adentro (como si adentro tuyo hubiesen tantas cosas por entender). Ni hablar cuando ensayas el lenguaje extraverbal innato ese que crees algo desarrollado (donde no te entiende ni dios). Si, sucedió lo esperadamente indeseado, de nuevo.

Y tratas de analizarlo sin caer en la culpa de quien no acompaña en un momento difícil, de quien abandona por un instante crucial, justo cuando... 

No, no la quieres abandonar, sabes que te necesita aunque no te lo diga, aunque sólo haya sido un rapto de locura momentánea aquella noche te lo dijo (pero han pasado tantas noches desde aquella); aunque hoy no lo demuestre, sí, porque pudiste ver más allá de sus ojos y no te engañas (¿no?). Y tú también la necesitas, más de lo que puedas imaginar.

Pero más importantes son las sinrazones que te llevan a esto, porque por más empatías y coincidencias algunas, hay algo irracional que te mueve, que te inspira, que está en tu cabeza pero ella te lo genera, sin lugar a dudas y creíste ver en ella el mismo sentimiento, la misma locura, el mismo espanto y las mismas ganas.

Al cabo dudas, vienes dudando desde antes de siempre, pero ahora más. Al tiempo entiendes, y algunas de tus dudas se aclaran, todavía muchas a tu favor, otras no tanto pero apuestas, todavía apuestas, como si esto se tratara de ganar y perder algo (¿acaso no?). Todavía quieres estar ahí, ser parte de su historia, ayudarla, acompañarla mientras te necesite, aunque lo dudes, por lo menos mientras te deje, y luego ver.

Entonces no entiendes por qué no fuiste hoy, por qué no puedes sostener la incondicionalidad que declamas y que sientes, por qué no llamarla y preguntarle cómo está, cómo se siente, decirle que no querías generar otro desencuentro, que sabías que podía suceder, que incluso de algún modo ahora pensás que pudiste hacer las cosas distinto, hablar más claramente de tus deseos (como si supieses cuales son), o tan siquiera escribirle algo genial sobre el lenguaje y los desencuentros, encontrar para ella las leyes de la gramática universal y mostrarle, enseñarle todo (como si pudieses) y entenderse. Pero no, no lo haces, sólo el vino ya agrio del viernes te acompaña entre tanto humo concentrado en el estudio cerrado por el aire.

Hay Jazz y te gustaría que estuviese aquí, estudiando en alguna habitación mientras escribes esto. Te gustaría haberte encontrado con ella en el parque y que ella dijera de venir a tu casa a estudiar, a pasar la noche, a amanecer un lunes e irse a trabajar (pero ella nunca te va a decir eso). Te gustaría no haberte ido así aquel martes (aunque sabes que fue lo mejor para ambos), no haber hablado más claramente aquel domingo (aunque a veces crees que más claro es imposible, no puedes, o va en contra de tus principios, esos principios que te pretenden cuidar a los cuales casi nunca les haces caso, esos que te dicen que necesitas ver que no solo generas los momentos con ella, sino que a veces se generan con la naturalidad que crees debe surgir entre dos que se quieren y que quieren pasar tiempo juntos, o que a veces los genere ella, o los pida siquiera, algo...). 

Entonces el estruendo, bloque grave estrepitoso vidrio contra el piso, el vino derramado como sangre, cristal hecho añicos y bronca, contigo mismo, con el tiempo y el mundo. 

Lo sabías, pero tenías la esperanza que ahora humedece el piso.


Buenos Aires; 02 de diciembre de 2012

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