Hoy Ernesto cumpliría 100 años, lo cual no sólo es curioso por esa obsesión que tenemos por los centenarios y demás aniversarios multiplos de 10 o de 5, también porque murió días antes de cumplirlos.
Casualmente 55. Como el año de la Masacre de Plaza de Mayo y de la Revolución Libertadora (que Ernesto apoyó y un año después desaprobaría denunciando torturas y los fusilamientos de junio del 56).
Casualmente un 30 de abril, igual fecha que aquel primer jueves en que Las Madres comenzaban su marcha eterna alrededor de la Pirámide de Mayo esperando explicaciones sobre las desapariciones de sus hijos, esperando ser recibidas por Videla (que Ernesto visitó junto a Jorge Luis un año antes, y hasta elogió). 30, como los 30 mil desaparecidos consignados en el informe Nunca Más, cuya comisión investigadora presidió Ernesto, y en cuyo prólogo (escrito por él) se desliza reptilínea la teoría de los dos demonios.
Cuando empecé en la Facultad de Letras me llamó la atención que mencionarlo a Ernesto era mala palabra. Nunca entendí si por sus vaivenes políticos o por algún tipo de juicio crítico a su estilo narrativo (razones que en lo personal, al menos en el caso de Ernesto no me parecen suficientes para denostarlo).
Recuerdo que en un momento de distensión en los prácticos de Gramática, el profesor nos confesó que por más que sea criticable Ernesto, la mayoría de nosotros nunca olvida la intensidad con que se devoran las páginas de Sobre Héroes y Tumbas.
Yo recuerdo haber comprado suelto el primer capítulo (El dragón y la princesa) en una feria del libro en La Habana y no me olvido la noche en que lo leí. Esa madrugada no pude dormir, ni leer más nada: Esa noche sólo habría podido dormir acostado en ese banco del parque Lezama, cerca de la estatua de Ceres, sin hacer nada, abandonado a mis pensamientos y esperando que algún día, aparezca Alejandra.
Meses más tarde yo estaría a menos de 20 metros de la casa de Ernesto y no me animé a tocar a su puerta, no sabía que decirle, como tampoco lo sé ahora.