El silencio, te dije,
me reprime verbos clandestinos,
me atraganta palabras en los lagrimales
hasta la última migaja de luz
ultravioleta
entre el velador y tu espalda.
Ya sé,
que tenemos edad suficiente para saber que no sabemos nada,
que los verbos son a veces pactos malignos del equívoco desmesurado,
que los tiempos determinan los modos,
y viceversa,
también,
todo lo contrario;
como si evadir ciertas voces me aclarasen la garganta
o los sentidos,
como si los años y los protocolos al final sirvieran para algo
que no sea
encontrarte.
Y aun así.
Una vez, te dije,
no te lo repito más,
todavía.
No creas que el verbo es el núcleo formal de mi discurso,
ni siquiera puede designar adecuadamente las copulas semánticas,
menos aun la que tu voz fecunda en mi memoria
como un derrame de sintagmas
en esta consabida catarata barroca de paradigmas y oraciones largas;
menos todavía aquellas otras crispadas de amperios sin resistencia
que se descargan de tu cintura
hasta mí,
tierra ceniza sedienta de sismos
e inundaciones.
Pero en fin.
Apago la luz, te dije,
y en silencio no te digo nada,
por ahora.
Adormecido mañana,
quizás furtivo balbuceante en el entresueño pretexto,
habré de romper la cautela sugerida por tus nervios
y en medio de tu abrazo cándido y desnudo,
no podré evitar la palabra que me estalla no más infinitiva,
que te estremece,
que me tienta y nos propone
conjugarnos.
Buenos Aires, 21 de julio de 2014