Examen Final

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Hoy me levanté en primera persona, puteando al mundo (como siempre) y en particular a todo el azar que me deja (como si yo fuera un mero espectador sin voz ni voto) una vez más a contratiempo. Bien podrían haber puesto el examen después del veintiuno, que tan siquiera la esperanza de que todo termine antes de rendir es placentera por un rato; pero no, es hoy, y es el último llamado.

Sabés que este examen es necesario, más allá de correlatividades y mudas abruptas del punto de vista espacial de tus escritos (primera persona, ¿vos primera persona?, sí, mañana...). Sabés que más allá de tu (poco) esfuerzo y tu (dudoso) talento, el tiempo es escaso para experimentaciones; el tiempo es finito y adelgaza constantemente, desaparece.

Primero un café (con leche, que anoche estuve fumando demasiado,) luego lavarme la cara, los ojos y sacar los tubos de pintura de la lata redonda de galleticas danesas: Amarillo claro, azul cerúleo, blanco, negro, retardante y una multitud de vasitos plásticos con agua para lavar los pinceles. La foto de su hombro en la pantalla, la tabla, la hoja y un miedo atroz paralizante.

No sabés pintar. Debes ser el único estudiante de artes visuales que sólo ha usado un pincel para desengrasar piezas y retocar paredes prepintadas con brocha gorda. Ya lo intentaste (para ser honestos con el mismo nivel de premura y desesperación) y el resultado fue horrendo. La profesora te mandó a repetirlo y Ella jamás pudo distinguir de qué se trataba ese montón de manchas verdes y pinceladas grotescas.

Por eso no me presenté la fecha pasada, más allá de los nervios habituales, la certeza de una segunda oportunidad y el cansancio real de pocas horas de sueño. Por esta bendita pintura y mi obsesión con su cuello adormecido, su cadena derramada, su clavícula como una pendiente empinada y su hombro. Debí haber elegido el auto con la lechuga, habría sido definitivamente más fácil invertir contrastes de tintes que de luminosidad, y no me la recordaría constantemente. (Miento, es probablemente la que más le gusta de mis fotos, cómo olvidarse de eso).

El domingo estuviste a punto de abandonar, dormiste con esa idea. Pensaste en no presentarte y dejar todo para marzo. Que pase este fin de año, o que se acabe el mundo, o que te derritas en el verano; con suerte te derretís arriba de una hoja de treinta y cinco por cincuenta y con lo cursi que sos, seguro que conseguís por fin plasmar su imagen, y que Ella te reconozca.

Desde el lunes me he despertado raro, a tiempo con el reloj y creyendo; conservando esa poquita fé que horas antes había desecho a golpes de angustia. Anoche no me alcanzó para pintarla, pero la fui dibujando con palabras hasta dormirme, como boceteándola sin levantar el lápiz, trazando líneas y caminos imposibles. Pero al miedo de la mañana de hoy, sobrevino una fluidez por momentos corcoveante; y aun tembloroso, mezclé los colores y empecé a pintar: verdes, todos verdes.

Verde oscuro la luz de su hombro, hasta desvanecerse en un verde apenas azulado y muy claro por entre sus sombras. Delinearle quirúrgico la clavícula y deslizarle una uña de pintura por el borde de su piel. Derramarle del cuello apenas un hilo rojo cadmio que contraste, su cadena y su sangre, sus colores complementarios.

Lo demás fue todo apuro: Dejar secar, guardar, correr, seguir puteando todo el día, llegar nervioso horas antes. En un momento llegué a creer (ya con más enojo que alivio) que la profesora no vendría. Hasta que vino y confirmé mi sospecha: Era el único que quedaba.

Nervioso empezaste a preparar todo: Primero el objeto (con su cuota de delirio,) luego los demás trabajos prácticos hasta llegar a la pintura. La profesora firmaba una nota del examen pasado y saliste hasta la puerta a fumarte un cigarro. Entonces la sentiste.

Estando en la puerta, con la mirada vaga ya exenta de nervios doblegados a latigazos de resignación, alcé la vista y la reconocí evocada en ese recuadro, con tanta nitidez como sorpresa. Era su hombro, su cuello, su clavícula y su hilo de sangre y yo lo había pintado. Y sonreí.

Y con eso te basta, con saber que aún podés sentirla aunque sólo sea a la distancia, pero sentirla nítida y real, del mismo modo que sentís tus huesos y tus cicatrices.


Buenos Aires; 18 de diciembre de 2012

Puán 480

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En estos años he pasado varias veces por el frente, a veces renuente y amargado, otras melancólico, con el peso de los días vacíos en mi espalda.

Hace siete años no atravesaba este portón verde empapelado, no miraba vouyerista enajenado a través del vidrio de "Boquitas", no escribía alguna palabrería absurda en el patio, mientras tomo un café y fumo nerviosísimo el décimoquinto Parisiennes, tratando al mismo tiempo y en este estado de contestar tu mensaje (porque claro, si estoy acá, también estás vos).

No subí más allá del primer piso, no busqué ver si existe aun el piano de la "Martí", no bajé por las escaleras del fondo: Temo no encontrarlo a Facundo (recordar que ahora vive en New York), temo no encontrarla a Natalia (recordar que le debo una visita desde hace años). Temo encontrarme sobre todo, al Licenciado en Letras que alguna vez quise ser.

En este sitio tan raro, que no consigo a pesar de todo percibir como familiar, he dejado olvidado hace años parte importante de mis sueños, y va siendo hora de intentar recuperarlos.

Buenos Aires, 13 de diciembre de 2012

Big Crunch

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Un guaguancó, una rumba, un toque de tambor que te eriza el cuero y te ataca de epilepsis las piernas y los brazos como un títere desencajado de cintura, de un sólo hilo y diminutas e infinitas articulaciones. ¿Es acaso posible bailar llorando? ¿Por qué no?

Hay cantos que deshidratan más que los diuréticos y el calor insoportable; que te vuelven un estropajo seco, casi metálico, incapaz de absorber la más mínima gota de cualquier líquido, ni agua de charco, ni mercurio rodante, ni lava salpicada.

Esta lluvia te ha tirado encima toda la densidad de los días, todo el cansancio precipitado en goterones pesados y violentos. Aunque llueva finito, sientes las gotas caer irremediables y profundas, con la gravedad de los párpados a la hora de la siesta. Te marcan violácea la espalda entera y no te humedecen más allá de la ropa, sino quemantes, te extraen molécula a molécula ese setenta y pico porciento de agua descompuesta que te contiene; como una esponja comprimida a su mínima expresión, sin siquiera agujeros, ni avidez hidrofílica, ni cavidades vacías propensas a la nostalgia.

El vacío absoluto empieza quizás así, denso y compacto, sin agujeros suceptibles de melancolía, con toda la materia apretujada en un minúsculo espacio, en un instante de tiempo.

Al cabo, de tanta presión no habrá más materia, ni espacio, ni tiempo. Al cabo sólo este destino resulta inevitable, incluso más allá de las células muertas, gusanos hambrientos y neuronas descompuestas calcinadas.

Allí no habrán sonidos ni silencios, no habrá siquiera un allí, ni ningún otro adverbio capaz de señalar un lugar ni un momento. Allí voy, cada vez más cerca, contrayéndome como el llanto de un niño que desaparece.

Y entre tanto bailo este guaguancó deshidratado, mientras todavía perciba compases y claves; mientras bailar signifique alguna cosa, aunque a veces me olvide qué.

Desencuentro de domingo

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Algo tan simple como poner la copa de vino detrás de los libros de arte (esos grandes y carísimos, de los que ni siquiera tienes tantos): sabes que se va a romper, que a la larga el peso de los libros será suficiente para el desplome, y allí vas, a poner la copa ahí. ¿Quién te entiende? Ni siquiera cuando intentas en serio darte a entender lográs sacar todo de adentro (como si adentro tuyo hubiesen tantas cosas por entender). Ni hablar cuando ensayas el lenguaje extraverbal innato ese que crees algo desarrollado (donde no te entiende ni dios). Si, sucedió lo esperadamente indeseado, de nuevo.

Y tratas de analizarlo sin caer en la culpa de quien no acompaña en un momento difícil, de quien abandona por un instante crucial, justo cuando... 

No, no la quieres abandonar, sabes que te necesita aunque no te lo diga, aunque sólo haya sido un rapto de locura momentánea aquella noche te lo dijo (pero han pasado tantas noches desde aquella); aunque hoy no lo demuestre, sí, porque pudiste ver más allá de sus ojos y no te engañas (¿no?). Y tú también la necesitas, más de lo que puedas imaginar.

Pero más importantes son las sinrazones que te llevan a esto, porque por más empatías y coincidencias algunas, hay algo irracional que te mueve, que te inspira, que está en tu cabeza pero ella te lo genera, sin lugar a dudas y creíste ver en ella el mismo sentimiento, la misma locura, el mismo espanto y las mismas ganas.

Al cabo dudas, vienes dudando desde antes de siempre, pero ahora más. Al tiempo entiendes, y algunas de tus dudas se aclaran, todavía muchas a tu favor, otras no tanto pero apuestas, todavía apuestas, como si esto se tratara de ganar y perder algo (¿acaso no?). Todavía quieres estar ahí, ser parte de su historia, ayudarla, acompañarla mientras te necesite, aunque lo dudes, por lo menos mientras te deje, y luego ver.

Entonces no entiendes por qué no fuiste hoy, por qué no puedes sostener la incondicionalidad que declamas y que sientes, por qué no llamarla y preguntarle cómo está, cómo se siente, decirle que no querías generar otro desencuentro, que sabías que podía suceder, que incluso de algún modo ahora pensás que pudiste hacer las cosas distinto, hablar más claramente de tus deseos (como si supieses cuales son), o tan siquiera escribirle algo genial sobre el lenguaje y los desencuentros, encontrar para ella las leyes de la gramática universal y mostrarle, enseñarle todo (como si pudieses) y entenderse. Pero no, no lo haces, sólo el vino ya agrio del viernes te acompaña entre tanto humo concentrado en el estudio cerrado por el aire.

Hay Jazz y te gustaría que estuviese aquí, estudiando en alguna habitación mientras escribes esto. Te gustaría haberte encontrado con ella en el parque y que ella dijera de venir a tu casa a estudiar, a pasar la noche, a amanecer un lunes e irse a trabajar (pero ella nunca te va a decir eso). Te gustaría no haberte ido así aquel martes (aunque sabes que fue lo mejor para ambos), no haber hablado más claramente aquel domingo (aunque a veces crees que más claro es imposible, no puedes, o va en contra de tus principios, esos principios que te pretenden cuidar a los cuales casi nunca les haces caso, esos que te dicen que necesitas ver que no solo generas los momentos con ella, sino que a veces se generan con la naturalidad que crees debe surgir entre dos que se quieren y que quieren pasar tiempo juntos, o que a veces los genere ella, o los pida siquiera, algo...). 

Entonces el estruendo, bloque grave estrepitoso vidrio contra el piso, el vino derramado como sangre, cristal hecho añicos y bronca, contigo mismo, con el tiempo y el mundo. 

Lo sabías, pero tenías la esperanza que ahora humedece el piso.


Buenos Aires; 02 de diciembre de 2012