Café de Verano

¿Afuera? Te preguntó con desconfianza. Sí afuera, es el vicio, te disculpaste y saliste. Te sentaste en la mesa roja de la izquierda y acomodaste la silla hasta que la sombra del semáforo te diera de lleno en la cara, como una bofetada con dos manos, sólo que con este calor, más que bofetada la sombra es una caricia que no refresca, pero amortigua. Este clima es insoportable piensas, es Cuba sin playa y sin brisa, un tango al horno sin clave, un marpacífico marchito. Acá tiene, “cafésoloenjarrito”. Gracias, ¿le pago ahora? Como quiera. Sí, prefiero, le das los diez pesos y se va.

El expreso es de esos brebajes que se dejan tomar en cualquier estación, aún caliente, siempre caliente (un café frío es agua de zanja fresca). Mueves la silla, la sombra se ha movido (o el sol, o la tierra); o tu cabeza es muy grande o el semáforo es muy chico, o las dos. No corre una gota de aire, un par de árboles se derriten como plástico blando y el humo de los autos hace las veces del viento, ese emigrante que no existe, que se fue a ninguna parte para no volver, no hoy al menos, no hasta que venga la tormenta. Pensar que esta ciudad se llama Buenos Aires parece un chiste de mal gusto. Agarrás la taza de vidrio (horrible) y tomás un poco, el primer sorbo siempre es el más estimulante.

Anoche no hubo luz en las calles y la sensación de estar en casa (qué palabra imprecisa a esta altura) era aún más asquerosa. Más de una hora en la parada, los colectivos como latas de carne rodantes y ese silencio raro que acompaña el apagón (si lo conocerás) y que aprovechas para agudizar el oído escuchando conversaciones ajenas.

Y ella, ¿cómo estará? Le preguntas: A ciegas, te dice pero ya lo intuías: Sin agua, sin luz, sin vos; ¿acaso el infierno se ha decidido a abrir una sucursal acá este verano? (si dios es argentino, el diablo es por lo menos ciudadano ilustre). No querés mandarme una tormentita? Te pidió. Y vos ahí, todavía en la parada, a dos cuadras de la sombra, justo en la frontera de la luz.

Sí, qué bien vendría una tormenta, pensás, bebés un poco más de café (es necesario estirarlo por lo menos a dos puchos) y prendés un cigarro.

A la madrugada soñaste un tornado blanco en medio de la avenida, gente corriendo, autos guareciéndose debajo de los puentes, colapsando autopistas, los árboles arrancados de raíz por la mano invisible que regula el mercado forestal y vos, tranquilo en la parada esperando que llegue la tormenta, que venga por sí misma, sin más preaviso que la humedad reciente hecha vapor de la tierra; sin más anticipo que su cintura desencajada y sus piernas mojadas que te abrazan y te arrastran.

Si esta cortina de luz fuera una cortina de lluvia no dudarías en ir a buscarla, o en correr en dirección contraria y mover las nubes hasta ella y exprimírselas encima como una toalla mojada.

Despiertas, y horas después el mozo te pregunta si querés algo más, no, por ahora no, gracias (¿a cuanto la porción de tormenta?) le dices y se guarda adentro del aire acondicionado.

Quién tuviera el poder real de traerle la tormenta, de sostener la primavera, de mover la frontera de sombra o la cortina de lluvia hasta mojarla de luz. Quién pudiera arrastrala (amablemente digo) hasta el sueño y sumergirse los dos en el cono de viento que trepa espiralado y no parar hasta atomizarse en chubasco y caer, precipitados, pellizcando el asfalto con violencia, salpicando leve, juntándose luego, fluyendo sin prisa hasta la zanja, chorreando a oscuras por las alcantarillas, corriendo hasta el río, desembocando en el mar. Entonces daría igual si naufragar juntos al medio de mi Atlántico, o reencarnar en arena mojada por olas de su Pacífico (piedad Mario, piedad).

Mañana, mañana llueve, leerás luego y le pedirás prestada la frase (ladrón). El sol ya no molesta, los edificios bajos de la esquina opuesta lo han atardecido anticipadamente y ahora todo es sombra, el aire sigue viscoso y los árboles son charcos de plástico fundido mitad sobre la vereda, mitad sobre el asfalto fluido. Irás a verla claro, si no le podes traer la tormenta, al menos te queda esperarla juntos y ver que pasa. 

Entonces recuerdas otra vez el sueño, la calle vacía, las voces ajenas calladas como pájaros que anuncian lluvia con su silencio (pero no llovió), tu decisión de caminar, de hacer dos cuadras, atravesar la frontera de luz y rescatarla, o al menos acompañarla en la sombra, para que se sienta menos sola, aunque no lo sepa (que sí, que lo sabe).

El mozo se ha metido otra vez en su sarcófaco refrigerado y vos afuera tomás el último sorbo de café, prendés otro cigarro, te levantas y te vas a buscarla. 


Buenos Aires; 08 de noviembre de 2012

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